La columna de opinión de noviembre de Alfonso Callejero habla de las banderas que no se compran a toda prisa
Las banderas de mi barrio no están recién sacadas de una bolsa, ni compradas en el chino más cercano, a toda prisa y bajo el fervor que impone a golpe de la última noticia que nos cuelan masivamente en el móvil y a las 21h en el Telediario.
Estas banderas que ondean lenta y cansinamente, después de una larga jornada de trabajo, no son perfectas, ni con una exposición meditada de colores. Más bien, son vivaces estampados de diversos colores, de procedencias de más allá de los mares y exóticas texturas, pero que todas recogidas en la fotografía que realiza mi mirada dan calidez, y con armonía dibujan un crisol en las fachadas de las casas de mis calles.
Esos estandartes de los que, sí madrugamos, cuando las izamos pausadamente por la noche, nos recuerdan las horas de taller, los pantalones del fútbol de la niña, la ropa de la oficina y el blanco de las sábanas donde dormimos entre sueños de que mañana podremos ver a los nuestros, cuando los tenemos lejos o muy lejos.
Estas son mis calles donde todos nos miramos a los ojos y nos saludamos en un millón de lenguas. Claro, así, no puedo decir que no conozca a mis vecinos. Se el frío que pasa en su casa Fátima, lo apelotonados que vive Mariana y su familia y las eternas jornadas de trabajo de Boris y Nazmie.
Así estos días atrás, llegaba del centro de salud, cuando vi a uno de mis vecinos cercanos intentando descolgarse del tejado de la familia que vive enfrente mía, porque se les había quedado la llave de la casa dentro. Así viendo la situación y como no tengo escalera, rápidamente le tendí una larga soga, para que pudiera bajar hasta la ventana que estaba abierta y así poder abrir la puerta.
La proeza de nuestro ágil vecino la celebramos todos, y entre risas, ya relajadas, nos dimos algunos golpes en el hombro y nos alejamos.
Tal vez, en esas calles donde las regias o esteladas banderas vuelan las cabezas, lo usual sería llamar a un cerrajero, pero en mi calle, la imaginación, la solidaridad y empatía son el impulso que mueve todo.
Mientras, cruzaba la calle, no pude evitar rememorar la escena y ver como las banderas de mi barrio, no las dicta una bandera prefabricada e impuesta a golpe de telediario y gritos, sino que emana de la empatía de saber que todos madrugamos y al final del día, colgamos nuestro mono azul, la chaqueta reflectante o el blanco pijama en perfecta armonía.