Artículo de opinión de Alfonso Callejero sobre camuflar por unas horas quienes somos, jugar a ser otra persona o simular otra realidad
El carnaval es una fiesta de disfraces, de risas y música, donde todos nos disfrazamos tras una máscara, olvidamos nuestras preocupaciones y nos entregamos a la alegría, aunque sea por un rato. Pero, ¿qué pasa cuando la máscara que usamos se convierte en nuestra forma de camuflarnos, escondernos y así enmascarar nuestra realidad interna? La salud mental, esa festividad interna que todos deberíamos celebrar, puede verse apagada por nuestras propias “mascres”: las que nos ponemos para ocultar nuestros miedos, monstruos, inseguridades o simplemente para encajar en lo que los demás esperan.
Es simbólico cómo el “carnestoltes”, esta celebración llena de disfraces desafiantes, extravagantes, desenfadados y de colores vibrantes, tiene algo que ver con nuestra salud mental. Una festividad que nos permite camuflar por unas horas quienes somos, jugar a ser otra persona, simular otra realidad o desafiar amistosamente a los demás en un acertijo satírico, mientras desfilamos por la rúa de la noche entre bailes, risas y jolgorio. En ese desfile de emociones que llamamos vida, muchas veces nos colocamos una máscara que nos permite ser «otra persona», no ser nosotros mismos, camuflar nuestros monstruos, miedos y Nebulosas en las que estamos perdidos. Nos ponemos el disfraz de la «persona perfecta», la que siempre fluye, la que sonríe y le sonríe siempre la vida, la que tiene fuerzas para todo y para todos; que nunca está cansada, la que siempre tiene la respuesta correcta, la que está llena de energía y lista para todo. Pero detrás de esa “Mascre”, ¿qué ocultamos? ¿Por qué nos escondemos y disfrazamos nuestra desorientación interior con un traje que nos hace saltar las costuras de la cordura y nos deja marcas en las noches de silencio más oscuro e infatigable ruido mental?
Así, podemos imaginar que nuestras emociones son los personajes de un carnaval. La ansiedad podría ser ese payaso descontrolado que salta de un lado a otro sin poder detenerse, de forma incontrolable y compulsiva enlaza una pirueta con otra cada vez más agotado pero en un frenesí que no sabe poner fin. La tristeza, ese personaje sombrío que, aunque enmascarado con una capa de colores, no logra esconder el cansancio de sus pasos, mientras siente que no encaja en el ambiente festivo que le rodea. Y la soledad, esa pequeña y gris figura con una máscara de sombras, que aunque rodeada de multitudes, sigue bailando una triste melodía que solo tararea en su cabeza sin encontrar compañía.
Es fácil caer en la tentación de ocultar lo que realmente sentimos, especialmente cuando vemos a los demás «bailando» en la vida con una sonrisa impecable. Pero el carnaval tiene una lección importante: la máscara no es eterna. Tarde o temprano, necesitamos quitarla y enfrentarnos a lo que realmente somos. Así cuando dejamos de escondernos comienza el verdadero desfile, el que nos permite mostrar nuestras vulnerabilidades, abrazar nuestras imperfecciones y pedir ayuda cuando es necesario.
La salud mental (la Vida), al igual que carnestoltes, no se trata de esconderse detrás de una máscara todo el tiempo. No se trata de ser siempre el personaje alegre o el que tiene todo bajo control y triunfa en la vida sin fallos, ni manchas en el traje. La verdadera celebración es cuando somos capaces de bailar con nuestras sombras, de aceptar, a veces, que está bien no estar bien. Cuando aprendemos a vivir con nuestros monstruos, cuando reconocemos que perdimos el rumbo y nos esforzamos en rediseñar nuestro Horizonte con nuevas cartas de navegación. Y es que, tal vez, el carnaval más importante que podamos vivir no sea el de las calles y las fiestas, sino el de nuestras emociones, donde nos permitimos quitarnos la máscara y ser, por fin, nosotros mismos.
Por eso, no podemos olvidar que el carnaval es solo un disfraz, y, las máscaras con las que ocultamos nuestra salud mental debemos de poder dejarlas en el fondo del baúl de los disfraces. Porque nos merecemos y necesitamos el espacio de confianza y seguridad para ser nosotros mismos, para pedir ayuda y para celebrar, curar, cuidar nuestra salud mental, tal y como somos; con nuestras luces y sombras. Porque si vimos sombras es que siempre hubo luz.
En definitiva, sin duda alguna, la mejor fiesta está en liberarnos de nuestras mascres y ser genuinamente imperfectos, aceptarnos como tal; para así curarnos, aprender y seguir viviendo con nuestros monstruos, incertidumbres y fortalezas; en definitiva ser reales, aceptarnos, saber perdonarnos y querernos.